Sin miedo, sin esperanza.

Saturday, December 31, 2005

Tiempo del límite, trato de pensarme en el límite de mi tiempo.

Pero es que, pienso, es fácil odiarse cuando está uno solo. Sobre todo con cuatro lecturas. El yo es odioso, el tiempo es el Mal. No se trata de odiarse por ser yo-y-no-otro, por haber acumulado estas vivencias tan pobres y no otras que hubieran sido (imaginamos) maravillosas, sino precisamente por tener que remitir el tiempo a un yo, un yo cuyas vivencias, si acaban acumulándose, es gracias a su esencial pobreza. Todas.

El tiempo es el Mal. Y tener mordidas las entretelas a los veintitantos es crimen de lesa humanidad. Con veintitantos hay que hacer revoluciones a diario, no más; perder el Mal, el tiempo, el Mal.

Mi padre, si queréis, el Padre, esa disyunción filosófica: perder el tiempo o ganarse la vida. O lo uno o lo otro. Aut...aut. Pero el tiempo se pierde siempre, es un puro acto sin potencia. Y la vida no acaba nunca de ganarse, queda siempre en el "todavía no...". ¿Cuándo?
Perdiendo el tiempo, otra vez. El Padre, ese Imperativo Categórico, el único en realidad. ¿Verdad, Freud?

Pero es justo al revés, con veintitantos ya no, pero todavía... El jodido quiasmo de la nada: ya no vives: recuerdas; ya no anticipas: temes. Y no es el rumor inquietante, el horror impersonal del insomnio. Es el asco que vomitas a borbotones, bien tuyo, aunque de un "tuyo" inmemorial.

"Sí, pero hay Experiencias". Claro. Desde luego.
Está el Amor.
Está la Belleza.
Está el Sueño.
Está la Droga.
Está la Locura.
Malditas reconciliaciones, echar leña al fuego. Síntesis postergadas del Deseo. Imposibles, por tanto, necesarias. Ni el mismísimo Tertuliano.

¿Qué queda, después de todo? Queda la apuesta, apuesta pura pre-ética, porque no cabe la esperanza, porque es pura supervivencia. Y la apuesta indica, sugiere; erige la apertura a la futura vivencia. La Ley. Lo sabemos todos: es el ortograma de la conciencia. Pero es necesario saberlo sin engaños: es apuesta, si se quiere, ontológica, ni psicologías ni teologías, ni miedos ni esperanzas.
Y ese es el enigma (apertura sin esperanza) y no hay más. Ahí se dispersan los amigos, el atardecer, el orgasmo, el vino y las lágrimas, la matriz ilocalizable, porque inexistente, del Deseo.


Vuelta, por favor, a la vida, a la de verdad, a la más falsa, por tanto. Porque el "hallazgo" es bien poco académico: el error metafísico tiene profundas raíces mundanas, sólo hay que tirar del hilo. La ilusión vital: te amaré siempre. Imprudencias del lenguaje.

Wednesday, December 28, 2005

La "democratización" de la escritura, otra vez. Una pena señores. Sobre todo, sin la razonable y exigible "democratización" de la lectura. Pero leer es trabajo del alma, trabajo forzoso, trabajo forzado, y escribir es placer del Ego que no sale de sí, si no se sabe. El caso es que no se sabe. Luego no se sale del Ego. Silogismo perfecto. Y triste. Y un poco asqueroso. Pero perfecto.

Está todo dicho, ya, pero por mímesis esclava, algo más: sobre los estilos que exputa la "democratización" de la escritura. En realidad el estilo. Etiqueta: prosa poética (a veces, "poesía poética", valga la broma). Tras la etiqueta: no sabemos ni qué decir, ni decir. ¿Solución? Imitar lo que diríamos si supiéramos decir lo que querríamos decir. Imitar la pura nada para no decir nada; juntar imágenes "potentes" que ciegan hasta el punto de quedarnos anclados en su oscuridad. Ni una sola palabra desnuda. Surrealismo sin sueños de una realidad depauperada: una imagen-un concepto, una imagen-un concepto...
Desde Kant, al menos, la Experiencia es ohne begriff.
Pero (claro), ¿quién es Kant?


Bacon y Rothko, la impura Separación de lo Mismo. Opuestos, o mejor, yuxtapuestos, absueltos.

Bacon es el Cuerpo sin espacio previo. En Bacon asistimos a la factura del cuerpo, el cuerpo in fieri antes de todo espacio.

No, bien lo sabemos ya, Bacon no representa, ni siquiera presenta la trasposición de la interioridad del cuerpo en su aspecto externo, no metaforiza alguna supuesta “inquietud trascendental” (absurdo, angustia) de los adentros a través de la distorsión de la exterioridad del cuerpo. Porque lo que acontece en Bacon es la pura expresión de la apertura, de la exterioridad del cuerpo, sin un “adentro” correlativo, el aparecer del espacio por el cuerpo sin que haya espacio aparecido alguno.

En Bacon un ojo es un cuerpo. Un brazo es un cuerpo.

No, tampoco, porque la parte represente al todo. No es un micro-cosmos. Porque no hay kosmos, no hay taxis. Multiplicidad, sólo. Un brazo es un cuerpo, porque en el aparecer del espacio no hay todo, sino apertura.

Rothko, por el contrario, es el puro afuera que busca la raíz, apenas, de una Subjetividad en la que engarzar. Ojo: la raíz. No el núcleo, no la forma. La raíz, la(s) pura(s) sensación(es) plurales de un Mundo que nace al tiempo que aquél a quien se aparece, siendo este aquél una pura nada fuera del aparecer.

Sabemos, también: Rothko nada tiene que ver con abstracciones. Es la pura “concretud” de un fenómeno emergente. Fenómeno en el más estricto sentido: lo que se destaca de un fondo, siendo aquí el fondo la Nada-de-Objeto, lo que nunca está dado ni puede estarlo. Fenómeno, en rigurosa tradición platónica, se opone a esencia, siendo necesariamente la esencia lo abstracto.

Lo Mismo, por tanto, Separado por el infinito de los Mundos plurales que hacen aparecer, en el murmullo inaudible de lo que, apenas sospechado, acontece a nuestras espaldas.

Friday, December 23, 2005

Escritos cuasi viejos, ya (octubre, noviembre).

Sólo una breve reflexión sobre el eclipse: la no-luz, la luz negra que cubrió de repente todas las cosas, de un lengüetazo, hablaba de las profundidades también negras del alma. Me parece del todo lógico que en la antigüedad los eclipses se tuvieran por algo temible: con esa luz cualquiera podría haberse convertido en un asesino.

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Se diría que nos habíamos olvidado, por estos parajes nuestros, de lo que es la lluvia. Y es que hacía tiempo, pero tiempo de verdad, que no veíamos descargar con ganas, que no nos veíamos envueltos en esta luz gris, oscura de los días en que llueve continuamente.

Pero el efecto terrible de esta rentrée de la lluvia no sé si se habrá percibido. Las primeras lluvias, cuando ha ya tiempo que la tierra no recibe gota de humedad, provocan uno de los olores más horrendos que se puede percibir. Un olor acre, como el del cadáver del borrachín que es encontrado en su habitación, semanas después de su muerte, con su cuerpo-vino en descomposición. Es como si la tierra se hubiera recubierto de sucesivas telillas invisibles, telillas de nuestros silencios y nuestras mentiras, telillas hediondas que salen a la luz con estas primeras lluvias.

Pero después es una gozada, un placer inmenso regodearse en la tristeza y la inactividad de un buen día de lluvia, leyendo algo desesperanzador a la luz de la candela tecnológica, o simplemente fumando junto a la ventana, observando esos montes tan falsos, envueltos en la neblina que producen las infinitas gotas de lluvia que nos separan.

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Marchó Octubre y se quedó ya el frío y la lluvia, una lluvia impenitente, gozosa.

A la gente le molesta que llueva. La ducha es la felicidad del borrego del siglo veinte, como dice el maestro Bueno, y en cambio la lluvia es el impedimento absoluto de la civilización. ¡Qué discriminaciones para el pobre agua, tan (o tan poco) traída y llevada en estos tiempos!

En cambio a mí me resulta delicioso aquél frío que te corta la cara, que te acribilla, esos días en que llueve y hace viento, como está sucediendo últimamente. Cientos de pequeños alfileres inofensivos que hacen que sintamos el rostro levemente adormecido, como si no fuera nuestro. Así, con bien poquito, alcanzar una de las metas del veinte: la otreidad, y no cualquiera, sino la otreidad en sentido propio: la otreidad del rostro.

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Realmente lo consigue, con sus escritos, Albiac, hiela la sangre. Al menos a todo aquél que no sea un pánfilo.

Aún con la calefacción bien regulada, me entran escalofríos mientras leo, por ejemplo su “Desde la incertidumbre”, sus disquisiciones sobre el mal como lo trivial, su radicalismo “anti-árquico”, que no anárquico, no nos engañemos, porque Albiac sabe (lo ha vivido “leibhaft”), como buen spinozista, que no hay lugar para la ficción de la utopía, continentes de la esperanza, pura teología.

Y se le hiela la sangre a uno, también, con su localización del poder como estrato que se erige siempre sobre el abismo del despotismo, de ese mal tan trivial, tan conocido, y cuyo olvido pactado llamamos hoy democracia.

Los adalides de lo políticamente correcto de hoy día se han apresurado a exorcizar la anomalía del pensamiento que representa Albiac en el panorama "intelectual" con su sarta de etiquetas: se trata, sin duda, de un “neocons”, un liberal radical de nueva hornada, un vendido, en fin. Y no han entendido nada. Seguramente, tampoco lo han intentado. Porque para Albiac el sujeto no es punto de partida; ni siquiera es un lugar de consistencia. “Je est une autre”. El yo como nódulo de significatividades producidas por lo Otro. Una función construída. Una ficción necesaria.

Pero, al fin, lo que quedará, serán los tranquilizantes para mentes pobres. Mejor dejarles.

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Deliciosas coincidencias del lector apasionado, hablaba apenas hace tres días de Albiac, sin saber que estaba, no ya en cocina, sino multiplicado, guardado en grandes cajas de cartón, e incluso montado en camiones, camino de las librerías, su último libro, “Diccionario de adioses”. Leo algunos fragmentos publicados en periódicos, me relamo:

Del correr de años y textos uno acaba por aprender sólo esto: el mucho dolor sólo se dice en la aritmética de una escritura fría. En escritura, la emoción no es nada. Peor que nada: es retórica. Y la retórica regula juegos. La muerte en nada le concierne. El dolor que vocea no es ya dolor; es juego del dolor, representación desactivada, en la cual no hay tragedia, sólo su ceniza. Dolor (o muerte) y retórica se excluyen. Como verdad y ficción. Entretejerlas es jugar a aprendiz de alquimista: mutar piedras preciosas en quincalla muy brillante. Hablo hoy con frialdad, pues que hablo de la muerte. De no poder hacerlo así, me callaría.”

¡Gracias, don Gabriel, por no callar! Gracias, también, por su escritura del silencio, de la muerte, en el sentido subjetivo del genitivo. Y podrán salir los Guardines del Orden, de todos los signos, a tildarle de “nihilista”, y saldrán, sin comprender que el grado sumo de compromiso con el Mundo sólo puede asumirse desde la lucidez del que no espera nada, del que ni ríe ni detesta las “gracietas” (maldita gracia) del Poder Constituyente de subjetividad, sino que, a la luz de la candela de una razón encarnada, finita, trata de entender.

Entiendo al lector. Estas son escrituras de sentido, al menos de búsqueda del mismo, pero siempre del yo para el yo. Cualquiera que lo lea pensará que soy poco menos que un estúpido. Y acertará. Lo que me lleva a pensar, trastocando a Conrad, que escribimos como soñamos, solos. Porque uno sólo puede entender lo realmente asqueroso que resulta el tiempo de uno, porque contarlo, contar lo que ya se sabe, además de evidente e impúdico, es falso. No, no es pretencioso, es falso. Sólo yo puedo entender la trivialidad, la maldad absoluta de mi tiempo, de mi supervivencia a mi tiempo, a este maldito tiempo que no controlamos, que fluye revolucionándose, ni homogéneo ni heterogéneo (el eksaiphnés platónico), sólo tiempo revolucionado de la existencia absurda, de la que no damos razón, la dejamos intacta e ininteligida salvo en la falsedad del recuerdo. Sólo yo (pero, ¿quién es yo?), ni el más cercano en la absoluta distancia de las mónadas puede apenas “imaginar”, por tanto, falsificar, este fluir inasible de sinrazones que es el tiempo de uno. Porque, si hay conexión “intermonádica” (permítaseme la pedantería), es allí donde no hay este tiempo nuestro de los yoes; es, si existe, en el afuera, donde el tiempo es ya otra cosa, y el yo ha borrado sus huellas. Pero el afuera es terriblemente frío, inhóspito. No podemos asentar morada. Con lo cual, vuelvo, el tiempo de los mores es inexpugnable a la mirada del otro. Nadie puede, por tanto, testificar en el nombre de nadie.

Escribimos solos. Vivimos solos, y solos moriremos. Nada esperamos, pues que nada nos será dado vivir en el tiempo. Triste saber.

Releyendo a Rilke:

“Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento

lleno de espacio cósmico nos roe la cara”.

Y es un pensamiento que me atrae, porque estas frías noches otoñales no otra cosa nos hacen sentir, sino eso, un viento gélido que parece venir de los confines del universo, viento que ha eludido la presencia de nuestro cerbero mundano, el sol, para traernos desde aquellos ignotos lugares esta estancia sumamente dolorosa, inhumana: nos roe la cara, o nos la saja. Por no hablar de las reflexiones pascalianas a las que nos lanza, este maldito viento que nos habla de nuestra insignificancia, de los abismos infinitos que nos rodean, ante los cuales la razón sólo encuentra una salida digna: el vómito.

Hay ciertas experiencias paradójicas magistrales. Ejemplo vivido está misma tarde: un largo paseo por estos pinares nuestros, que poca gente sabe apreciar en su diversidad apariencial, quizá sólo los pastores, o la gente que sube a los pinos a recoger sus piñas. El caso es que, tras pasear largamente por el interior de uno de esos pinares tales que no se perciben sus límites, y sin un camino a la vista, uno se siente ciertamente alejado de lo que al hombre respecta. Y si, por casualidad, en esas circunstancias uno oye un ruido propio de lo humano, por ejemplo, un ruido metálico, puedo asegurar que no es miedo, sino puro pavor lo que siente. Una vez fuera de los limes de la madrastra cultura, un ruido humano es “unheimlich”; mi soledad puede encontrarse con otra soledad en medio de un lugar “desterritorializado”, un lugar sin Ley, sin simbolicidad instituida; y en la no-Ley, en los parajes en que habita, todo Otro es temible.

La horrorosa impresión, siempre, de estar viviendo en otra parte, al menos de no estar viviendo en esta parte. Como siempre, no se trata de una reflexión, no, es una preconstitución del estado de la afectividad, un presentimiento trascendental. Aquí, en este espacio reglado de simbolicidad ya establecida, siempre pasan cosas (pocas o muchas), nos pasan, pasamos por ellas, pero la vida está allá, lejos, en otra parte, en ninguna parte, en esa apertura del vivir a lo no vivido, en realidad, a lo no vivible. Pensarlo es domesticarlo, pero pensarlo es fingirlo, falsificarlo por tanto. En cuanto (pre)sentido, es indomable, ese vivir que acechamos, que tratamos de acorralar. Tenemos la impresión, a veces, de que podremos al fin amarrarlo con ambas manos (o lo que es lo mismo, con la Razón). No lo vemos, pero sentimos que está ahí, apenas; presos del delirio cerramos los ojos (¿puede acaso vivirse con los ojos? No, nunca), y, si el terror no hace del cuerpo morada, tratamos de prender… ¿qué? Nada. Estrictamente nada.

Llega la Navidad. Única temporada del año respecto de la cual es absolutamente necesario, perentorio definirse. Es curioso: “no me gusta la Navidad, es pura falsedad”. Esta es una de las aserciones más repetidas en estas fechas. Pocos quedan a los que sí guste la Navidad, conclusión por otra parte obvia, habida cuenta, no del ateísmo, ojalá, sino del laicismo (paganismo con nuevos dioses no reconocidos) imperante.
Pura falsedad. Cómo si quedara algún ámbito de certidumbre en un sistema que nos lanza más allá de la verdad y la falsedad, hacia el fascinante mundo de la imagen. Serán, en todo caso, imágenes especialmente recargadas, melosas, en su contenido material. Pero formalmente se mueven en el idéntico terreno en que discurre eso a lo que aún osamos llamar “nuestra vida”, en aquél estrato en el que lo Otro produce algo que está siempre ya decidido, antes de que podamos siquiera planteárnoslo.