Sólo una breve reflexión sobre el eclipse: la no-luz, la luz negra que cubrió de repente todas las cosas, de un lengüetazo, hablaba de las profundidades también negras del alma. Me parece del todo lógico que en la antigüedad los eclipses se tuvieran por algo temible: con esa luz cualquiera podría haberse convertido en un asesino.
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Se diría que nos habíamos olvidado, por estos parajes nuestros, de lo que es la lluvia. Y es que hacía tiempo, pero tiempo de verdad, que no veíamos descargar con ganas, que no nos veíamos envueltos en esta luz gris, oscura de los días en que llueve continuamente.
Pero el efecto terrible de esta rentrée de la lluvia no sé si se habrá percibido. Las primeras lluvias, cuando ha ya tiempo que la tierra no recibe gota de humedad, provocan uno de los olores más horrendos que se puede percibir. Un olor acre, como el del cadáver del borrachín que es encontrado en su habitación, semanas después de su muerte, con su cuerpo-vino en descomposición. Es como si la tierra se hubiera recubierto de sucesivas telillas invisibles, telillas de nuestros silencios y nuestras mentiras, telillas hediondas que salen a la luz con estas primeras lluvias.
Pero después es una gozada, un placer inmenso regodearse en la tristeza y la inactividad de un buen día de lluvia, leyendo algo desesperanzador a la luz de la candela tecnológica, o simplemente fumando junto a la ventana, observando esos montes tan falsos, envueltos en la neblina que producen las infinitas gotas de lluvia que nos separan.
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Marchó Octubre y se quedó ya el frío y la lluvia, una lluvia impenitente, gozosa.
A la gente le molesta que llueva. La ducha es la felicidad del borrego del siglo veinte, como dice el maestro Bueno, y en cambio la lluvia es el impedimento absoluto de la civilización. ¡Qué discriminaciones para el pobre agua, tan (o tan poco) traída y llevada en estos tiempos!
En cambio a mí me resulta delicioso aquél frío que te corta la cara, que te acribilla, esos días en que llueve y hace viento, como está sucediendo últimamente. Cientos de pequeños alfileres inofensivos que hacen que sintamos el rostro levemente adormecido, como si no fuera nuestro. Así, con bien poquito, alcanzar una de las metas del veinte: la otreidad, y no cualquiera, sino la otreidad en sentido propio: la otreidad del rostro.
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Realmente lo consigue, con sus escritos, Albiac, hiela la sangre. Al menos a todo aquél que no sea un pánfilo.
Aún con la calefacción bien regulada, me entran escalofríos mientras leo, por ejemplo su “Desde la incertidumbre”, sus disquisiciones sobre el mal como lo trivial, su radicalismo “anti-árquico”, que no anárquico, no nos engañemos, porque Albiac sabe (lo ha vivido “leibhaft”), como buen spinozista, que no hay lugar para la ficción de la utopía, continentes de la esperanza, pura teología.
Y se le hiela la sangre a uno, también, con su localización del poder como estrato que se erige siempre sobre el abismo del despotismo, de ese mal tan trivial, tan conocido, y cuyo olvido pactado llamamos hoy democracia.
Los adalides de lo políticamente correcto de hoy día se han apresurado a exorcizar la anomalía del pensamiento que representa Albiac en el panorama "intelectual" con su sarta de etiquetas: se trata, sin duda, de un “neocons”, un liberal radical de nueva hornada, un vendido, en fin. Y no han entendido nada. Seguramente, tampoco lo han intentado. Porque para Albiac el sujeto no es punto de partida; ni siquiera es un lugar de consistencia. “Je est une autre”. El yo como nódulo de significatividades producidas por lo Otro. Una función construída. Una ficción necesaria.
Pero, al fin, lo que quedará, serán los tranquilizantes para mentes pobres. Mejor dejarles.
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Deliciosas coincidencias del lector apasionado, hablaba apenas hace tres días de Albiac, sin saber que estaba, no ya en cocina, sino multiplicado, guardado en grandes cajas de cartón, e incluso montado en camiones, camino de las librerías, su último libro, “Diccionario de adioses”. Leo algunos fragmentos publicados en periódicos, me relamo:
“Del correr de años y textos uno acaba por aprender sólo esto: el mucho dolor sólo se dice en la aritmética de una escritura fría. En escritura, la emoción no es nada. Peor que nada: es retórica. Y la retórica regula juegos. La muerte en nada le concierne. El dolor que vocea no es ya dolor; es juego del dolor, representación desactivada, en la cual no hay tragedia, sólo su ceniza. Dolor (o muerte) y retórica se excluyen. Como verdad y ficción. Entretejerlas es jugar a aprendiz de alquimista: mutar piedras preciosas en quincalla muy brillante. Hablo hoy con frialdad, pues que hablo de la muerte. De no poder hacerlo así, me callaría.”
¡Gracias, don Gabriel, por no callar! Gracias, también, por su escritura del silencio, de la muerte, en el sentido subjetivo del genitivo. Y podrán salir los Guardines del Orden, de todos los signos, a tildarle de “nihilista”, y saldrán, sin comprender que el grado sumo de compromiso con el Mundo sólo puede asumirse desde la lucidez del que no espera nada, del que ni ríe ni detesta las “gracietas” (maldita gracia) del Poder Constituyente de subjetividad, sino que, a la luz de la candela de una razón encarnada, finita, trata de entender.